«Murió Diego Armando Maradona». Es la noticia que nadie quería escuchar y que no se termina de creer, pero al mismo tiempo, la que todos los que fuimos sus contemporáneos suponíamos que íbamos a recibir más temprano que tarde. Y ante la que no íbamos a permanecer neutrales.
Porque independientemente de edades y de pasión futbolera (o falta de ella), Maradona estuvo en nuestras vidas de manera ininterrumpida, desde el mismo momento en que los caminos, el nuestro y el de Diego, se cruzaron por primera vez.
Maradona era omnipresente, a veces en primer plano, a veces de fondo, o incluso cuando pasaban unos días sin noticias de él, porque en ese momento surgía la pregunta: ¿en qué andará Maradona?
Eso tienen las muy pocas personas que se convierten en mito en vida: nos acompañan hasta sin que lo sepamos, nos sirven de referencia temporal y espacial, y funcionan como la balanza con la que todo lo pesamos.
Para bien o para mal, en base a sus conductas públicas, que en el caso de ellos también son muchas de las privadas, vamos construyendo un marco de referencia existencial, armando un corpus de juicios y prejuicios sobre cómo se comporta el mundo entero: ellos, los demás e incluso nosotros mismos.
Para mi generación, los que somos más o menos contemporáneos de Maradona, resultaba muy complicado abstraerse de esa atracción, que solía llevarnos a extremos de idolatría o de crítica despiadada sin escalas.
Quienes ya llevaban varios años en este mundo cuando comenzó el fenómeno Diego, tenían puntos de referencia anteriores para compararlo y situarlo en un lugar menos desproporcionado, y a los que nacieron cuando ya había pasado la cima de su rendimiento deportivo les faltaba la vivencia personal de esa enorme cadena de éxitos, con lo cual tenían mejores herramientas para ponerlo en perspectiva.
Pero en cambio, para quienes vivimos más o menos en paralelo el arco completo de su carrera, no había manera de no tomar postura ante cada paso, fuera uno en firme o en falso, ya que de una manera u otra coincidía con nuestro propio recorrido vital. Y eso nos dejaba, a cada momento, de frente con nuestras propias glorias y miserias.
Fuimos creciendo en simultáneo, cada uno transitando las etapas que nos propuso la vida que vivimos en nuestros respectivos ámbitos: escuela, familia, amigos, profesión u ocupación. En ambos casos y a cada paso, lidiando lo mejor que podíamos con las exigencias de quienes nos rodeaban, sujetos al juicio de valor, a la comparación, a la vara que suele ir elevándose.
Y eso que se ve tan parecido, al mismo tiempo puede ser tan distinto. Porque sobre Maradona la mirada de los demás no se limitaba al círculo cercano y reducido que nos observa a la enorme mayoría de nosotros, sino que iba agrandándose a medida que crecían la persona y el mito, hasta pasar a ser la mirada del mundo entero.
Pero por sobre todas las cosas, cuando se pasa a ser el foco de tantas miradas ocurre una inversión que multiplica la presión de modo exponencial: los éxitos y los fracasos ya no son solamente propios, sino que pasan a ser parte de una matriz gigantesca de ambiciones y frustraciones, tanto individuales como colectivas.
Las del hincha de Boca, de Nápoli o de la Selección Argentina, todos vibrando y gozando con cada una de sus conquistas; y las de los rivales que lo sufrieron y odiaron, pero admirándolo aunque sea con culpa.
Las del trabajador que lloraba en su velatorio, agradeciéndole por las alegrías que en algún momento le hicieron olvidar el hambre. Pero también las del aristócrata que jamás pudo aceptar el ascenso social de Maradona y se regodeaba cuando tocaba fondo, porque de alguna manera lo tranquilizaba al confirmarle que se cumplía con un destino preestablecido, en el que se ponía en su lugar a quien parecía amenazar alguno de sus privilegios.
Pero a esos deseos personales de cada uno de los que vio su propia vida atravesada por la de Maradona, se le suman todas y cada una de las ilusiones de una audiencia que se había transformado en global, a medida que el fútbol se convertía en un producto cultural de masas a nivel planetario, y Maradona en su cara más visible.
Y eso quedó todavía más a la vista en una sociedad como la argentina, que recorrió a los tropezones las últimas seis décadas de su historia, las que coincidieron con el ciclo vital de Diego, que se transformó en el arquetipo del ser nacional.
No es casualidad que, además de ser el abanderado de los desposeídos, por elección de ambas partes, políticamente él haya estado, de manera cambiante también, del lado de donde se generaba una ilusión. Algo en lo que fue coherente en la contradicción, si cabe el oxímoron, así nos gusten mucho, poco o nada las elecciones que hacía y las personas o procesos a los que apoyaba.
¿Cómo se hace para cargar con todo ese peso simbólico? Sencillamente, no se puede, porque a las promesas y a las esperanzas hay que alimentarlas con realidades y resultados, y no hay corazón que consiga sostener ese volumen y ese ritmo para siempre.
Pero a la vez, no es sencillo dar un paso al costado sin sentir que uno está defraudando tantas y tan variadas expectativas. Como dijo Diego en su última época: «Mi miedo es que me olviden».
Para eso no encontró otro camino que continuar alimentando el mito, aunque significara seguir recorriendo un camino inexorable de autodestrucción, en el que además quedaban al desnudo todas sus flaquezas, errores y miserias. Y ese fue el recorrido del que fuimos testigos sus contemporáneos.
Presenciamos en tiempo real la paradoja de un ser humano imperfecto, como todos, que supo salir del barro al que lo habían destinado a vivir. Y no solamente desafió a ese destino y levantó bien alto la cabeza, sino que en el camino supo hacer felices a millones, a muchos más que los que fueron implacables con tantas de sus conductas, como lo demuestran las muestras de emoción y de amor con que se le dijo adiós en Argentina y en el mundo entero.
Pero en esa felicidad que distribuyó por todos lados, fue él mismo quien terminó hundido, triste y angustiado, arrastrado por el huracán indomable que significa intentar, a cada minuto, estar a la altura del mito en vida.
Porque un mito, justamente, no es compatible con la vida. Una leyenda en la que las cualidades se vuelven sobrehumanas funciona en la fantasía, nunca en la realidad.
Y en eso Maradona, con todas sus imperfecciones (eso sí, siempre asumidas), nos dejó una enorme enseñanza cuyo último capítulo fue su partida: no se puede con todo, no pretendan ser Maradona si no están dispuestos a, literalmente, morir en el intento.
Así fue que nos puso, una vez más y como acto póstumo, frente al espejo. Eso que siempre hizo, sin saberlo ni quererlo, porque como dijo él «no soy ni quiero ser ejemplo de nada».
Y en ese espejo casi nunca nos quisimos ver, porque estábamos encandilados por sus goles y gambetas, por sus frase y exabruptos, por sus victorias y derrotas. Tanto miramos a Maradona que nos olvidamos de hacerlo con nosotros mismos.
No hubiera sido, tampoco, un ejercicio muy grato, porque implicaba dejar nuestras limitaciones al descubierto: prácticamente ninguno de nosotros fue un Maradona, en el sentido del mejor indiscutible en algún terreno de lo que hicimos en nuestras vidas, y seguramente la maradoneamos más de una vez en alguna dirección similar a la de sus múltiples errores.
Pero ahora no nos queda otra que animarnos a mirar. Con su muerte nos hizo tomar conciencia de nuestros actos, de nuestros límites, de nuestra mortalidad. Ni siquiera él, aquel al que llamaron D10S, el que siempre se levantaba, el que siempre tenía una gambeta más, fue capaz de hacerlo eternamente.
Entonces, a quienes transitamos por la mediana edad, y matemáticamente tenemos menos por delante de lo que ya quedó detrás, nos puso cara a cara con nuestras propias vidas.
* Con lo que conseguimos hasta acá y lo que ya nunca vamos a conseguir. Está claro que después del medio siglo de vida, ya no vamos a jugar en la Primera de Boca, y más vale aceptarlo que dar una batalla inútil, para guardar energía para las que todavía podemos afrontar y realmente valen la pena.
* Con que estamos a tiempo de lograr y de disfrutar de mucho todavía. Que él se haya ido a los 60 años, con tantos conflictos irresueltos y aun joven para los parámetros de esta época, nos debería servir de recordatorio y de motivación para cuidarnos, a nosotros y a los que nos rodean.
* Con saber cambiar a tiempo y entender que nada es ni debe ser estático. Él, tan crítico de los «panqueques» que se daban vuelta todo el tiempo, fue el rey de las contradicciones. Pero eso a su vez lo volvió tanto más humano, porque todos nosotros convivimos con nuestros aciertos y errores, con el pasado que nos persigue. Y rara vez somos tan implacables con nosotros mismos como, al menos alguna vez, lo fuimos con él.
* Con lo que tenemos nosotros de lo que más le criticamos y con lo que estamos dispuestos a hacer para modificarlo. Como sus actitudes misóginas, para poner el ejemplo de los que más polémica generó a la hora de su despedida. Cada uno elegirá el peso que tuvieron esas actitudes a la hora de despedirlo, pero hay algo que no se puede discutir: nunca es tarde para deconstruirnos, para intentar ser mejores y, en este caso, Maradona es un enorme ejemplo de lo que no queremos seguir haciendo o que siga sucediendo.
* Con que la construcción de cualquier proyecto y la búsqueda de felicidad siempre terminan siendo búsquedas colectivas. Porque Diego fue el gran capitán y la figura, pero no hay compañero que no recuerde su solidaridad y su entrega por el bien común. Y porque vimos que cuando peor le fue, incluso al dejar este mundo, por más gente que lo rodeara, en esos momentos más difíciles es cuando estaba realmente solo.
En definitiva, despedir a Diego es el mejor momento para plantearse que hicimos, qué hacemos y qué haremos con nuestras vidas. Para elegir, de la carga que ya llevamos encima, con qué nos quedamos y qué soltamos, que conservamos y qué deseamos cambiar.
Como dijo Marcelo Bielsa, es lógico que nos sintamos débiles ante la pérdida de alguien que representaba y nos representaba tanto. Pero después de asimilar el golpe, el dolor tarde o temprano va dejándole lugar a que se consolide el mejor recuerdo posible, el que ayuda a honrar un legado y que aparezca una nueva ilusión.
Como en todo duelo, tarde o temprano hay que saber seguir adelante. Más o menos parecido a lo que significa escribir esta columna o vivir la vida: secar las lágrimas, esbozar una sonrisa y volver a ponerse en marcha. Con el pecho hinchado y la cabeza en alto, como Maradona cuando cantaba el Himno.
Y terminar de despedirlo, diciéndole por primera, última o enésima vez: Gracias Diego.
Con información de espn.com.ar.
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